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A la deriva de Horacio Quiroga
A la deriva - Horacio Quiroga
El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
Fin
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Por qué rugen los mares del Sud
Por qué rugen los mares del Sud
de Aarón Cupit y Susana GesumaríaEs la fiesta de las Once Mil Vírgenes y el mar ruge, amenazador. Es la fiesta de las Once Mil Vírgenes y el rostro de Hernando de Magallanes muestra extrema preocupación.
¿Siente su alma a la deriva? ¿Está navegando en los misterios de la nada?
La tripulación de su menguada flota sufre igual o parecida angustia. Además de la falta de víveres, esos rudos marinos desean saber dónde se encuentran, cuál será el fin de ese temerario viaje.
Aceptaron embarcarse en el sueño del marino portugués porque la aventura, como el amor a la libertad, está en el sueño de todos los hombres. ¿Puede haber libertad o aventura mayor que la de proyectar un viaje que intente descubrir la unión entre dos mundos?
Y ahí están, en un día del año 1520, junto a Magallanes a 52° de latitud Sur. Han recalado en una bahía, próximos a tierras que después de siglos y luchas se llamarían argentinas. Los hombres no están tranquilos, existen recelos: quieren saber por qué rugen tanto los mares del Sur, pero esa inquietud es sobrepasada por otras.
¿Existirá esa nueva ruta soñada por el visionario? ¿No será un sueño imposible donde morirán todos?
Magallanes lee tremendos interrogantes en los ojos de los hombres más pequeños y en el de los más grandes y valientes.
Es imposible que no teman, si él está temiendo. En ese día de la fiesta de las Once Mil Vírgenes, debe reconocer que se ha extraviado. La situación es gravísima y su sueño puede concluir en catástrofe.
5in embargo, decide salir adelante y envía dos barcos fuera de la bahía en reconocimiento.
Tiene que encontrar un camino en el mar inexplorado: existe, lo presiente. ¿Estará donde los rugidos del viento son casi insoportables y las olas más altas?
La pregunta obtiene del cielo una respuesta negativa. Tal vez como castigo a su audacia, un huracán amenaza convertir a su flota en astillas.
El ojo de la tormenta mira a la nave del intrépido comandante, y a la que la acompaña, capitaneada por su segundo hombre de confianza, y las sacude con furias que parecen provenir del mismo infierno. Los salva el abrigo de una rada, pero ¿qué les sucede a los otros dos barcos que partieron sin rumbo fijo?
Magallanes espera y desespera. Puede creer que ha perdido la mitad de su actual flota, puede desear hallarse en el mismo camino donde sus hombres navegan atónitos.
Ven que las bahías se suceden, que la marea es más fuerte, el agua intensamente salada. Esa lengua de mar parece no tener fin.
Los hombres deciden volver y avisar al comandante. Qué lujos de sentimientos brillan en el pecho de Magallanes al escuchar el relato de sus marinos. Ya no duda ni teme.
Debe ir hacia adelante, porque adelante está la esperanza. Hacia atrás sabe lo que le espera: la derrota, la frustración.
Adelante entonces hacia la esperanza. Los barcos comienzan a navegar con ansiedad y lentitud en una de las más grandes aventuras de la Humanidad.
Magallanes contempla extasiado, moles rocosas, tierras heladas, vastedades desconocidas elevándose como fantasmas a los costados del estrecho que más tarde llevará su nombre.
¿Son fantasmas o espíritus que iluminan la penumbra? Desde los barcos, los hombres señalan fuegos y más fuegos en las tierras allende el mar. Esos fuegos les hacen pensar en el fin o en el principio de la vida.
Mientras tanto, el mar está enloquecido ante tal audacia. Lanza olas terroríficas, coronas de espuma, brumas que opacan el camino que Magallanes recorre para llegar, por último, a un océano que le parece tan calmo que la bautiza Pacífico.
Ha encontrado la ruta que se propuso, ha unido por un estrecho dos eternos mundos de agua, ha grabado su nombre en la historia de los viajes más sorprendentes,
Pero hay algo que Magallanes ignora: es ese misterioso sentimiento que une al mar rugiente con la tierra de los fuegos fantásticos. Magallanes ignora la leyenda, porque ésta aún no ha nacido.
Su nacimiento está en el enigma de los tiempos. Sólo se sabe que surge en esas tierras de antorchas eternas que hoy se llama Tierra del Fuego.
Allí vivieron los indios yamanas. Ellos supieron, quizás por instinto, explicarse muchas cosas. Lo que jamás entendieron, como tampoco entendió Magallanes, por qué en esas latitudes el mar no encontraba jamás calma, reposo, serenidad, ¿Por qué, preguntaban los jóvenes yamanas a los viejos, el mar nos amenaza siempre? ¿Por qué vuelca nuestras canoas? Los viejos indios yamanas, los más sabios, eran entonces los responsables de ubicar las culpas, de repetir la historia de la Mujer de Alma Dura y de lo sucedido a las otras mujeres de la tribu.
Porque el mito yamán dice que en aquel entonces las mujeres eran soberbias, arrogantes, casi feroces, especialmente una de corazón pétreo y ciega furia.
Se erigió en diosa suprema, se llamó Tanuwa y exigió obediencia incondicional a sus caprichos. Las mujeres la siguieron para empequeñecer más y más el poder de los hombres. Ellos no tenían derechos; debían obedecerlas en todo.
Para vencer, Tanuwa recurrió a toda suerte de hechos y mentiras impunes. Hubo disfraces, máscaras, secretos, lugares que la Mujer de Alma Dura decretó sagrados, un Templo de Roca para reinar eternamente.
Pero Tanuwa ignoraba que el Sol era el verdadero dios, justo e imbatible.
Un día, porque en aquellos lejanísimos tiempos el Sol era una criatura humana que feliz paseaba por el bosque, descubrió horrorizado las supercherías de Tanuwa y sus seguidoras. De inmediato armó a los hombres para que se defendieran.
Dice la leyenda que en los combates que siguieron, el Sol transformó el mar en una ola gigantesca que arrasó el templo de Tanuwa. Y que desde aquel día, cada vez que el mar recuerda lo sucedido, rugen y soplan los vientos más poderosos.
No fue suficiente que Tanuwa y las mujeres fueran convertidas en animales marinos, no fueron suficientes los siglos que pasaron, porque los mares del Sur continúan protestando, se agitan y desesperan.
Ayer, hoy, ¿hasta cuándo?
"El dios Sol, el dios Mar, no quieren mentiras, disfraces, engaños", decían los viejos yamanas a los jóvenes. ¿Concluirá el castigo? Llegará el día en que los mares del Sur olviden, perdonen y descansen en paz? ¿Se restablecerá la justicia?
Fin
Aarón Cupit y Susana Gesumaría: se dedicaron a la literatura para niños y jóvenes, y escribieron varias obras, como autores individuales (Susana Gesumaría: "La flauta mágica de tía Sola"; "El árbol donde se hamaca el sol". Aarón Cupit: "Amigo Chum"; "La isla del cielo"; "Juguemos a imaginar"; "El astronauta de ojos azules") , y también en colaboración, como es el caso de "Cuentos para siete colores" y "Cuentos Argentinos con las Malvinas para jóvenes" (Editorial Plus Ultra) del que se ha extraído este texto. Aunque radicados en Buenos Aires, estos autores demostraron que los impactó el Sur Argentino.
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Carteándome con Ulises de Osvaldo Ludovico
Carteándome con Ulises - Osvaldo Lodovico
--Debo ser claro y quisiera expresarlo llanamente. Aquel encuentro con el aviso de Ulises fue puramente casual. Yo solo iba, como suele decirse, navegando por internet, hasta que di de bruces con el enigmático mensaje. Me sorprendió comprobar que nadie hubiese comentado nada al respecto ni se haya hecho la más mínima alusión a tan extraño pedido; ya sea por creerlo equívoco, chistoso o absurdamente extemporáneo. Será una obviedad decirlo, pero por mi parte yo no pensé nada de eso, simplemente lo creí y obré en consecuencia, es decir lo contesté. Sí bien, me llevó bastante trabajo descifrarlo; finalmente del griego antiguo en el que estaba redactado podía comprender que decía más o menos así: “Se requieren marineros, timoneles y pilotos de altura para conformar nuevas dotaciones. Enviar curriculum-vitae al e-mail: odysseus ítaca @ marin gry. En caso de ser satisfactorio, el interesado será recogido en su destino. Dejar señas”.
--Si bien mi vida continuó aparentemente normal, en lo íntimo aquel mensaje trastocó mi existencia. Removió sueños adormecidos que me acompañaban desde la adolescencia, tiempo en el cual había comenzado a leer sus desventuras y sus prodigios. Desde aquel entonces, Ulises se había convertido en mi guía. Era el dechado del aventurero que ambicionaba ser. Lo admiraba, lo comprendía, lo imitaba. Evocaba pasajes de su vida y hablaba con él a solas como ahora vuelvo a hacerlo, o en este caso a escribirle.
--”Juicioso Ulises, evoco tu vida después de tanto guerrear en la remota Troya. Cuando comenzaron a apagarse las hogueras, tras años de feroces batallas, solo pensaste en regresar en tus cóncaves naves al lar nativo. Soltaste amarras, filaste cabos; henchidas se izaron las velas impulsando los curvos maderos y el esbelto tajamar, filoso como un cuchillo, hendió las aguas del profundo piélago. Desde aquel entonces, con mi amor aún no nacido ya hubiese deseado navegar contigo, ¡amado Ulises! Así comenzó para ti y de alguna forma para mí también, una retahíla de contingencias y extraordinarios sucesos entre singladuras de bonanzas y de borrascas. De entre aquellas noches tormentosas habré de rescatar aquel mínimo gesto en el que se alzaba tu rostro para indagar la Estrella Polar, avizorando el acertado rumbo a tu destino. También rememoro ese otro día cuando, con viento de través, navegábamos tan escorados que debíamos hacer batanga con los remos para evitar el inminente naufragio... Y cuando orzamos el Boreal y los recios Monzones en penosas bordeadas llenas de zozobra.
--Fueron ciento de lunas tu peregrinaje; incluyendo aquellas en las que Calipso te retuvo en su tálamo nupcial prometiéndote la inmortalidad a cambio de tu fidelidad. Promesa que al fin no se concretó debido a tu perfidia. Pues tu proverbial prudencia también tenía ribetes temerarios, e improvisando una armadía te valiste de ella y huiste raudo por sobre las olas confiado en tu pericia y en, vaya uno a saber, la fe en cuál de tus paganos dioses. Pero Calipso, perseverante en su tenaz amor, al cabo de tres milenios olvidó la afrenta y te devolvió a la vida tal cual lo había prometido. Circunstancia que en estos días justamente se ha concretado y azarosamente verifico.
--Muchas asechanzas has padecido, amigo Ulises. Las recuerdo a todas. Como aquella en que tú y tus hombres, en plena alta mar, comenzaron a escuchar voces, coros, melodías de pífanos, que en un principio atribuyeron al viento, y luego fueron creciendo y atronando el entorno erizado de olas. Entonces de entre las blancas espumas emergieron bellísimos rostros de infinitas sirenas de luengas cabelleras de algas. Oferentes y desnudos llevaban sus turgentes senos y nos llamaban por el nombre mientras cantaban lascivas endechas. La fascinación que irradiaban era tan irresistible como atroz, pero la templanza de tu ejemplo nos preservó a todos de una muerte segura.
--Así seguiste navegando, bajo gélidas lunas y calcinantes soles, por ignoradas aguas. Hasta que en una diáfana mañana se recortó la costa en acantilados y farallones anteriormente vistos y prosiguiendo por esa derrota, tu atinado juicio te puso en el rumbo cierto; recalando al fin en la querida Itaca.
--Entretanto, Penélope acosada de usurpadores, hilaba y destejía la mortaja de su infortunio.
--Simulando ser un forastero, te sumaste a una lid de arquería que se daba en tu propio palacio. Todo estribaba en tesar un descomunal arco y lanzar su precisa saeta. El galardón era el derecho a desposar a tu atribulada cónyuge. El lanzamiento de tu flecha fue el más recio y certero, dando de esa manera testimonio de tu pericia y tu linaje. Desembozada tu identidad, vindicativa fue tu ira y feroz el escarmiento a tantos pérfidos que abusando de tu ausencia merodeaban por tu hacienda y procuraban los favores de tu esposa.
--¡Amigo Ulises! Este y otros tantos pasajes de tu intrépida vida vinieron a mi memoria tras haber chateado contigo. Pero por sobre todo, fue tu aviso la razón que me trajo presuroso a esta Academia para estudiar el arte de la navegación y de tal modo adquirir méritos para tripular tu flota; pues ahora ya se con absoluta certeza que has regresado al mundo de los vivos. Aunque ¡amado Ulises! han transcurrido milenios desde tus hazañas y en el interín algo ha cambiado. Si por fortuna tuviese la dicha de comparecer ante t durante noches de guardia, te contaría ciertas novedades que habrán de resultarte interesantes y de seguro has de apreciar. Te hablaría de la quilla y del timón; del bauprés y de la botavara. -permíteme por ahora sólo enumerarlas-. De la navegación a bolina, de la aguja imantada. También te leería estos apuntes que ahora estudio y que hablan de los cielos, de los vientos, de las aguas y tal como un oráculo, dan el vaticinio de las tempestades y de las bonanzas, y de tantas otras cosas que atesoro con el afán de informarte. Todas ellas a cual más ingeniosa y sorprendente. Digna maravillas de arrogárselas a tu padre Zeus. Dicho así, pareciera que el saber se ha precipitado a través de los siglos trastocándolo todo, pero no es así. En este punto, sí, estás acertado mi ¡amado Ulises! Los veleros aún perduran y navegan manteniendo el rudo encanto de tripularlos en contacto con los ríos y los mares. Son esbeltos y marineros. Mitad petreles y mitad marsopas. Con alas navegando en los vientos y aletas navegando en las olas.
-- De mí, sólo esto he de decirte; tengo canas, manos fuertes, buena vista, todos los dientes y estómago sufrido. En mi haber hay largas travesías de mar y por mi edad y en mi memoria, muchas experiencias vividas. Conozco rutas, pasos, estrechos, abrigos, y bajíos desde las costas del Terranova hasta los arrecifes de coral en el mar de Java. Sigo dotado de vigor, perspicacia y voluntad como para afrontar riesgosas incursiones. Me ejercito en la gimnasia del cuerpo y en la lucidez de la mente. De entereza y sobriedad esta hecha mi filosofía y desde su severidad busco el humano existir.
-- Tal como lo pides consigno mis señas. Has de saber que sigo aquí, en esta Academia de Puerto Madero, sobre la margen derecha del Río de La Plata. Donde al socaire de sus aulas, como he dicho, me instruyo y me ejercito en el arte de la náutica. Pero y por sobre todo, a través de un portalón que se abre en el muro y da de lleno al dilatado estuario, atisbo tu vela. En cuanto aparezca y me nombres, ya estaré listo con mi petate al hombro para saltar abordo. Entonces sólo restará zarpar y surcar el vasto océano, así tuviese éste la mismísima anchura de una vida. Y si la borrasca se instalase en la proa, por nada he de quejarme. Y si el rumbo se tornase una y mil veces errático e incierto, a nada he de temer; porque de seguro, ante los inmarcesibles dioses que todo lo vigilan, tal tiempo y rumbo habré de interpretarlo como el más atinado a mis desmesurados sueños. Y así he de proseguir, hasta al fin dar con la más remota y misteriosa de sus riberas.
--Sin otro particular, Bartolium, su timonel y seguro servidor saluda atentamente y queda en vigilante espera en el puerto mencionado de la ciudad de Santa María de los Buenos Ayres, lat. 34° 28´ long. 58° 40´ y en el mes de noviembre del año 2003, contado después de Cristo.”
Bartolium
XI / 2003Fin
El velero
por O.L.Remedando albatros y delfines.
Por las olas y vientos va el yate.
Nada y vuela desde uno a otros fines
entre alas de lienzo que bate.Imitando al petrel y marsopa,
en su cala de plástico o leños;
con su aleta de quilla y de popa
va embarcada mi vida y sus sueños.
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La vuelta al mundo en 80 dias de Julio Verne
La vuelta al mundo en 80 dias
El silbato de contramaestre, fue en otros tiempos el único método (además de la voz humana, de transmitir órdenes a los tripulantes a bordo; hoy existen sofisticados sistemas de comunicación, pero los buques escuela de todo el mundo (entre ellos la fragata "libertad"), conservan la tradición.
El contramaestre era el oficial a cargo del velamen y la maniobra, por lo que era la persona a bordo que necesitaba dar órdenes más frecuentemente que otros oficiales, y asi el silbato tomó su nombre.
En los viejos tiempos los tripulantes eran entrenados rigurosamente, casi como perros ovejeros, para responder inmediatamente a las indicaciones del silbato.
En el mar, en momentos de peligro, en tormentas y vendavales, la tripulación escuchaba los agudos tonos del silbato y reaccionaba sin demora. Una orden vocal, en cambio se hubiera perdido entre el sonido de los vientos bramadores y las embestidas de las olas.
Instrucciones para izar velas, virar o cazar cabos eran realizadas por diferentes notas. Es sabido que los esclavos de las galeras de roma y grecia, mantenían la remada con el sonido de un silbato similar al del contramaestre.
Fue utilizado primeramente en buques ingleses en el siglo xiii durante las cruzadas. Luego el silbato común de mando fue hecho en plata y cada oficial tenía el suyo.
Cada parte del silbato tiene un nombre náutico. La bolita se llama "boya, la boquilla es el "cañón", y el cuerpo se llama "quilla".
El silbato debe sostenerse entre el dedo índice y el pulgar, la parte de la boya reposa sobre la palma de la mano y los dedos cerrados sobre el cañón. Se tiene que tener cuidado de no obstruir el orificio de la boya o el final del cañón para no bloquear el sonido. Hay dos notas principales: la alta y la baja, y hay tres tonos: el normal, el gorjeo y el trino. De manera que con las combinaciones de sonidos podían (de acuerdo a un código establecido) armarse todas las órdenes necesarias e incluso los nombres de cada uno de los tripulantes (cada uno tenía su nombre a través de ciertas combinaciones de sonidos del silbato)
La nota normal se efectua soplando parejo en la boca del cañón sin obstruir el agujero de la boya con los dedos. La nota normal alta se produce regulando la salida de aire. Esto se hace envolviendo los dedos sobre la boya y teniendo en cuenta que no se debe obstruir en nada el orificio de la boya.
El gorjeo se obtiene soplando una serie de vibraciones, obteniéndose un resultado parecido al canto de un canario. El trino se logra haciendo vibrar la lengua como pronunciando la letra r (rrrrr) mientras se sopla. Ahora se entiende mejor porqué la navegación es un arte, ¿no?
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Misteriosa Bs. As. de Manuel Mujica Lainez
LA SIRENA
1541Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
?¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.
Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.
?Has encontrado? Has encontrado?
La mofa: Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines. Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la
cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendida en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
Fin
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La Odisea de Homero (Hay libros que gozan de gran prestigio y reconocimiento dentro de la literatura universal. Uno de estos libros tan celebrados es la ODISEA, que junto con la ILÍADA fueron las grandes aportaciones de Homero al panorama literario. La ODISEA, escrito alrededor del siglo XI a. C., tiene como telón de fondo la guerra de Troya.)
La Odisea- Homero
Ulises y las sirenas
LOS VIAJES DE ULISESNo tardamos en arribar a Eolia, la isla donde habita Eolo (Divinidad marina, señor de los vientos, hijo de Zeus y de Ifimedia), amado por lo dioses inmortales.
Es una isla flotante, rodeada de una inquebrantable muralla de bronce; una roca pulida que apunta al cielo (La isla de Eolia es la de Stromboli, en el archipiélago de las Lipari)....Subimos a la ciudad, hasta llegar a su hermosa morada. Durante un mes, Eolo me retuvo amistosamente sin dejar de preguntarme, pues quería saberlo todo sobre la toma de Troya, sobre las naves, sobre el regreso a Argos de los aqueos. A todas sus preguntas di cumplida respuesta. Cuando deseoso de partir solicité su venia para reemprender el viaje, accedió amablemente. Desolló un toro de nueve años, en cuya piel encerró los alientos de los vientos impetuosos, de los que el hijo de Cronos lo hizo administrador para que a su arbitrio los excite o los aplaque. Me regaló aquel saco, cosido con un hilo de reluciente plata que no dejaba escapar el menor soplo, y lo até a la popa de mi nave; luego mandó soplar a Céfiro y que nos llevase a nuestros lares. Pero este designio no se cumpliría por la imprudencia de mis compañeros que debía perdernos. Durante nueve días y nueve noches navegamos sin darnos tregua. Al fin, en el décimo, apareció la silueta de la patria. Tan cerca de ella estábamos que podíamos ver las hogueras encendidas y los hombres que las rodeaban. Muerto de cansancio, pues había llevado el timón todo el tiempo, sin querer dejárselo a ninguno de los tripulantes por mi afán de llegar lo antes posible a la patria, me rindió un dulce sueño. Viéndome dormido, mis compañeros se pusieron a discutir lo que habría en aquel saco. Según pensaban, los regalos del magnánimo Eolo, debían ser oro y plata. Volviéndose los unos a los otros, se decían: "¡Oh dioses! ¡Cuán querido y respetado en todas las tierras y ciudades que visita es este hombre! ¡Ya traía de Troya un espléndido botín, mientras los demás, al término del viaje, volvíamos a nuestras casas con las manos vacías, y encima ha ganado la amistad de Eolo, quien le regala nuevas riquezas!...¡Veamos enseguida en qué consisten esos regalos y cuánto oro y cuánta plata se encierran en ese odre!". Hablaban así, y la mala opinión prevaleció. Deshicieron el nudo, dejando escapar a los vientos, y de pronto estalló una tormenta que arrastró a los navíos mar adentro. Todos lloraban al ver que se alejaban de la patria. Entonces desperté, y mi espíritu irreprochable no supo qué aconsejarme, si arrojarme de la nave para buscar la muerte en el mar, o sufrir en silencio y conservar la vida. Decidí quedarme en el barco y, envolviéndome en mi manto, me tendí para seguir durmiendo, mientras arrastradas las naves otra vez hacia la isla de Eolo por la tormenta desatada, mis compañeros no cesaban de lamentarse. Llegados a la isla, saltamos a tierra, hicimos la aguada, y sin tardar mis compañeros se pusieron a comer junto a las naves. Una vez satisfechos el apetito y la sed, me encaminé al palacio de Eolo, acompañado por un heraldo y por uno de mis tripulantes. Eolo estaba comiendo con su mujer e hijos. Al llegar a la mansión, nos quedamos en el umbral, sentados en los peldaños. Se asombraron al vernos y me preguntaron: "¡Ulises!....¿Cómo estás de vuelta? ¿Qué divinidad maligna te persigue? Te dejamos marchar después de tomar todas las precauciones para que volvieras a tu patria, a tu casa y a todo lo que amas..."
Esto dijeron y yo les respondí con el corazón lleno de tristeza. "El desastre fue culpa de una mala tripulación, pero también, y sobre todo, de un sueño inoportuno. ¡Socorredme otra vez amigos, ya que podéis hacerlo!".
Esto dije empleando las palabras más amables. Pero permanecieron en silencio, hasta que el padre Eolo me dijo: "¡Sal inmediatamente de mi isla, pues eres el más miserable de los mortales!...¡No puedo, ni quiero preocuparme por ti y asegurar tu retorno, pues eres un hombre aborrecido por lo dioses!...¡Vete, vete, pues si has vuelto ahora es debido a la cólera de los inmortales!..."Homero, nombre tradicionalmente asignado al famoso autor de la Iliada y la Odisea, las dos grandes epopeyas de la antigüedad griega. Nada se sabe de su persona, y de hecho algunos ponen en duda que sean de él estas dos obras. Sin embargo, los datos lingüísticos e históricos de que se dispone, permiten suponer que los poemas fueron escritos en los asentamientos griegos de la costa oeste de Asia Menor, hacia el siglo IX a.C.
La Odisea
La Odisea narra el regreso del héroe griego Odiseo (Ulises en la tradición latina) de la guerra de Troya. En las escenas iniciales se relata el desorden en que ha quedado sumida la casa de Odiseo tras su larga ausencia. Un grupo de pretendientes de su esposa Penélope está acabando con sus propiedades. A continuación, la historia se centra en el propio héroe. El relato abarca sus diez años de viajes, en el curso de los cuales se enfrenta a diversos peligros, como el cíclope devorador de hombres, Polifemo, y a amenazas tan sutiles como la que representa la diosa Calipso, que le promete la inmortalidad si renuncia a volver a casa. La segunda mitad del poema comienza con la llegada de Odiseo a su isla natal, Ítaca. Aquí, haciendo gala de una sangre fría y una paciencia infinitas, pone a prueba la lealtad de sus sirvientes, trama y lleva a efecto una sangrienta venganza contra los pretendientes de Penélope, y se reúne de nuevo con su hijo, su esposa y su anciano padre.Ulises, en la mitología griega, héroe griego, gobernador de la isla de Ítaca y uno de los jefes del ejército griego durante la guerra de Troya. Homero, en la Odisea, narra las aventuras de Ulises y su final regreso al hogar diez años después de la caída de Troya. Inicialmente, se le mencionaba como hijo de Laertes, rey de Ítaca, aunque en la tradición posterior se consideró a Sísifo, rey de Corinto, como su padre real. Su madre se habría casado posteriormente con Laertes. Al principio Ulises se negó a acompañar a los griegos a Troya, y se fingió loco, sembrando sus campos con sal, pero sus compañeros pusieron a su hijo Telémaco a que arara los campos y, entonces, se vio obligado a admitir su engaño y se reunió con el ejército invasor. En la Iliada de Homero, aparece como un guerrero valiente, sagaz y astuto, y se le concede la famosa armadura del guerrero griego Aquiles cuando éste muere. Ulises fue a buscar a Neoptólemo y Filoctetes para que participaran en la fase final del conflicto. En la Odisea se dice que él propuso la estratagema del Caballo de Troya, recurso mediante el cual se conquistó la ciudad.
Fin
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Vuelo Nocturno de Antoine de Saint-Exupery (Narración de Antoine de Saint-Exupery, aviador francés, que fué un pionero de la navegación aerea nocturna. Trabajó aquí en la Argentina al servicio del correo. En este relato exquisito, las similitudes con la vida de un marino se advierten en cada párrafo. El autor también escribió “El Principito", "Piloto de Guerra" y "Ciudadela").
Vuelo Nocturno - Antoine de Saint-Exupery
La mujer del piloto, despertada por el teléfono, miró a su marido y pensó:
-Lo dejaré dormir un poco más.
Admiraba aquel pecho desnudo de fuerte quilla; pensaba en un hermoso navío.
El piloto reposaba en el lecho tranquilo, como en un puerto, y, para que nada agitase su sueño, ella borró con el dedo ese pliegue, esa sombra, esa ola; apaciguaba al lecho, como un dedo divino, al mar.
Levantóse, abrió la ventana, y el viento le dió en el rostro. La habitación dominaba a Buenos Aires. Una casa vecina, donde se bailaba, esparcía algunas melodías que el viento traía, pues era la hora de los placeres y del reposo. La ciudad encerraba a los hombres en sus cien mil fortalezas; todo estaba quieto y seguro; pero a esta mujer le parecía que alguien iba a gritar: "¡A las armas!" y que sólo un hombre, el suyo, se erguiría. Descansaba aún, pero su descanso era el reposo temible de reservas que van a consumirse. La ciudad dormida no le protegía: sus luces le parecerán vanas, cuando se levante, cual joven dios, de su polvo. Contemplaba esos brazos sólidos que, dentro de una hora, llevarán la suerte del correo de Europa, responsables de algo grande, como el destino de una ciudad. Turbóse por ello. Aquel hombre, en medio de aquellos millones de hombres, era el único preparado para el extraño sacrificio. Se apenó. El escapaba allí a su dulzura. Ella lo había alimentado, velado, acariciado, no para sí misma, sino para la noche que iba a arrebatárselo. Para luchas, para angustias, para victorias, de las que ella nada sabría. Aquellas manos tiernas eran todo suavidad, pero sus verdaderas tareas eran oscuras. Ella conocía las sonrisas de este hombre, sus caricias de amante, pero no, en la tormenta, sus divinas cóleras. Ella le cargaba de tiernos lazos: de música, de amor, de flores; pero cuando sonaba la hora de la partida, estos lazos caían sin que él pareciese sufrir por ello.
Abrió los ojos.
-¿Qué hora es?
-Medianoche
-¿Qué tiempo hace?
-No sé...
Se levantó. Andaba lentamente hacia la ventana desperezándose.
-No tendré mucho frío. ¿Cual es la dirección del viento?
-¿Cómo quieres que lo sepa?...
Él se inclinó:
-Sur. Muy bien. Esto dura, por lo menos, hasta el Brasil.
Fijóse en la luna, y se supo rico. Luego sus ojos bajaron hacia la ciudad.
No la juzgó dulce, ni brillante ni cálida. Veía ya derramarse la arena vana de sus luces.
-¿En qué piensas?
-Pensaba en la bruma posible hacia Puerto Alegre.
-Tengo mi estrategia. Sé por dónde hay que dar la vuelta.
Seguía inclinado. Respiraba profundamente, como antes de lanzarse, desnudo, al mar.
-Ni siquiera estás triste...¿Cuántos días estarás fuera?
Ocho o diez. No sabía. Triste, no; ¿por qué? Aquellas llanuras, aquellas ciudades, aquellas montañas...Le parecía que marchaba, libre, a su conquista. Pensaba también que antes de una hora poseería y desecharía a Buenos Aires.
Sonrió:
-Esa ciudad ...muy pronto estaré lejos. Es hermoso marcharse de noche. Se tira de la manilla de los gases, cara al sur y, diez segundos más tarde, se invierte el paisaje, cara al norte. La ciudad no es ya más que un fondo de mar.
Ella pensaba en todo lo que es preciso desechar para conquistar.
-¿No amas a tu hogar?
-Sí, que lo amo...
Pero su mujer lo sabía en marcha. Esas espaldas pesaban ya contra el cielo.
Ella se lo mostró:
-Tendrás buen tiempo, tu ruta está tapizada de estrellas.
Él se rió:
-Si.
Ella puso su mano sobre el hombro y emocionándose al sentirlo tibio: esta carne ¿estaba, pues, amenazada?...
-¡Eres muy fuerte, pero sé prudente!
-Prudente, sí, claro...
Rió de nuevo.
Se vestía. Para esta fiesta escogía las telas más rudas, los cueros más pesados; se vestía como un campesino. Cuanto más tosco se hacía, más lo admiraba ella. Le ceñía el cinturón, tiraba de sus botas.
-Esas botas me molestan.
-Aquí están las otras.
-Búscame un cordón para mi linterna.
Ella lo contemplaba. Reparaba el último defecto de la armadura: todo ajustaba bien.
-Eres muy hermoso.
Vió que se peinaba cuidadosamente.
-¿Es para las estrellas?
-Es para no sentirme viejo.
-Estaré celosa...
Rió aún, la besó, y la apretó contra sus pesados vestidos. Luego la levantó, como se levanta a una niñita, y, riendo siempre la acostó:
-¡Duerme!
Y, cerrando la puerta tras sí, dió en la calle, en medio del nocturno pueblo desconocido, el primer paso de su conquista.
Ella quedóse allá. Miraba, triste, las flores, los libros, la suavidad que para él no eran más que un fondo de mar.
Fin
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La Batalla de Lobodón Garra (Escritor nacido a principios del siglo XX que recorrió la Patagonia hasta Tierra del Fuego visitando también las islas Malvinas, Georgias del Sur y Orcadas).
La Batalla - Lobodón Garra
Serían las diez de la mañana, de uno de los últimos días de octubre, cuando una goleta soltó amarras del muelle fiscal de Punta Arenas, alejándose bien pronto entre el balanceo de las olas. Fácilmente podía distinguirse la silueta de cuatro hombres que se movían sobre la cubierta. Los dos que habían ido a despedirlos, regresaron sin volver la cabeza hasta desaparecer entre las primeras casas de las calles bajas. Sobre el horizonte del Estrecho la goleta se perdió, al rato, en el fondo montañoso y obscuro. Eran loberos que salían a dar una "paliza" en las roquerías del Sur, sobre el Pacífico, cerca del Cabo de Hornos, último refugio, casi inaccesible, de los lobos de dos pelos.
Toda la tarde; acompañada del monótono golpeteo de las explosiones del motor, la goleta fue surcando las aguas obscuras, frías y, ese día, relativamente tranquilas del Estrecho. A lo lejos se divisaban las costas que cerraban el círculo del horizonte. Al frente el Monte Sarmiento vigilaba la marcha tras una corona de nubes negras. Sobre cubierta los cuatro hombres permanecían mudos y hoscos como el ambiente. Casi todos eran marinos desertados de los buques que hacían la travesía para el Pacífico. Se habían conocido en un cafetín de Punta Arenas, cerca del puerto, y, entre copa y copa, habían resuelto salir a lobear en cuanto el tiempo lo permitiera. Reunieron una bolsa común para costear los gastos y comprar los víveres, como hacían todos, y se lanzaron. Más que el deseo de ganancias, los impulsaba la misma e irresistible ansia de aventuras, que había hecho y haría de ellos eternos vagabundos. Sabían todo el riesgo que significaba una "paliza" en las roquerías del Cabo, de donde tantos no habían vuelto, pero para ellos ese era, tal vez, el mayor acicate que los impulsaba a partir en busca del peligro. Y allí iban todos juntos, compañeros momentáneos, que mañana se separarían con la misma indiferencia con que el destino los había reunido.
Al atardecer dejaron el Estrecho, penetrando en el Magdalena Sound, que separa las grandes islas Dawson y Clarence. Iban internándose en la impresionante soledad de los canales. hacía mucho frío y empezaba a soplar el viento del Oeste. Las costas montañosas se estrechaban mostrando los tupidos montes de hayas y robles en sus flancos que caían a plomo sobre el agua. Todo se iba llenando de sombras. De tanto en tanto, como bocas abiertas a los desconocido, cruzaban frente a la entrada de caletas profundas y obscuras. En el fondo de una ensenada alcanzaron a divisar la escotadura del canal Gabriel, que conduce al Seno del Almirantazgo. Todo estaba impregnado de silencio y tristeza. Ya era tarde cuando fondearon en un resguardo de la costa para pasar la noche.
Al día siguiente, bien temprano, siguieron la marcha. Estaba nublado y soplaba fuerte viento del Oeste que los sacudió, mojándolos con la espuma de las olas, apenas dejaron su refugio nocturno. Siguieron hacia el Sur cruzando frente a los grandes ventisqueros que se deslizan por las faldas del Monte Sarmiento. Las costas inhospitalarias, revestidas por la selva verde obscura, iban cada vez más estrechándolos en su abrazo. Petreles y albatros surcaban el espacio dominando las rachas con la majestuosa serenidad de su vuelo. Algunas toninas seguían saltando sobre el agua a ambos costados y a proa.
Doblaron el cabo Turn entrando en el canal de Cockburn. A medida que avanzaban, los montes de hayas eran más escasos y achaparrados sobre las costas acantiladas que ya mostraban, de trecho en trecho, la negra superficie de las rocas peladas y musgosas que destilaban la humedad de las brumas y las lluvias permanentes.
A medio día una espesa neblina invadió los canales impidiéndoles ver a corta distancia. Una nieve fina, en ligeros copos que se derretían al caer, empezó su silencioso e interminable descenso. Tiritando y a tientas tuvieron que refugiarse en la costa.
Volvieron a partir al día siguiente en que amaneció nublado, aunque con visibilidad clara. Avanzaban recostándose sobre la orilla donde el cachiyuyo afloraba en grandes manchas verdosas, señalándoles los malos pasos y las rocas ocultas. Las olas hacíanse cada vez más grandes y má profundas anunciando la proximidad del océano. Rachas de viento del Oeste, que ya soplaba casi sin obstáculos, los azotaban violentamente. las costas abruptas y desoladas apenas mostraban una vegetación raquítica, que sólo podía crecer en las grietas y hendiduras resguardadas del viento.
Estaban realmente en medio de las salvajes soledades de Tierra del Fuego, las más desoladas y agrestes de la tierra. por allí entraron, viniendo desde el Pacífico, los navegantes que las han pintado con tan tétricos colores; y por ahí también pasó Darwin, a bordo de la "Beagle", y les dio el nombre que se extendió luego a toda la Patagonia: "Tierra maldita". ¡La tierra maldita!
A medio día alcanzaron a divisar el horizonte del océano por un abra entre dos acantilados. Las rocas negras de las costas escarpadas chorreaban agua sobre su superficie lustrosa. Nubes obscuras y bajas, que cubrían a cien metros sobre el mar la cúspide de las cadenas de montañas, parecían querer aplastarlos, bajo su peso. El viento soplaba cada vez con más fuerza.
Así entraron en el paso del Breaknock siguiendo el balanceo de las inmensas olas del Pacífico. Afuera, sobre el horizonte del mar, los islotes Furias les daban el espectáculo de sus salvajes rompientes, donde llegan a deshacerse las olas que han marchado desde Australia sin encontrar ningún obstáculo en su camino.
Después de varias horas de navegación entre las aguas amenazantes, la goleta entró al resguardo de la isla Camden siguiendo por el canal Darwin, apenas alcanzado nuevamente en Bahía Desolación por el oleaje del océano. Un verdadero semillero de islotes abruptos y sin vegetación los rodeaba. Todo parecía indicarles que iban entrando en los umbrales sombríos de un fantástico mundo destrozado y en ruinas.
Enfilaron al canal de Beagle; unos tras otros iban dejando los hermosos ventisqueros de reflejos celestes que desde las altas cimas extendían su blancura hasta el agua profunda y negra.
Recién dos días después, dando vuelta a la isla Pasteur, en medio de fuertes chubascos, divisaron otra vez las aguas del Pacífico. Allí se arrimaron a la costa y, al abrigo del viento, fondearon a la espera de buen tiempo. Una continua nevada, que emblanqueció los montes de hayas raquíticas y retorcidas por los vendavales, los detuvo varios días.
Un domingo de madrugada resolvieron continuar. Alistaron sus míseros elementos y zarparon. había mar de fondo y las inmensas olas levantaban la goleta sobre sus crestas para dejarla caer en seguida entre verdaderas paredes de agua. Soplaba viento del Sudoeste con cielo siempre nublado.
Fueron alejándose de la costa hacia el horizonte del mar abierto. A lo lejos surgía el perfil, apenas perceptible de los peñascos sombríos donde el océano se estrellaba con fragor salvaje. Eran las roquerías de los lobos de dos pelos.
Serían las diez de la mañana cuando avistaron una meseta, casi plana, de rocas peladas, negras y musgosas que el mar cubría en la alta marea, la gigantesca marea patagónica, que allí alcanzaba a más de quince metros. En medio de la desolación del océano, su aspecto era realmente fúnebre e impresionante.
Se acercaron a sotavento esquivando las rompientes. En una estrecha hendidura pudieron desembarcar, no sin dificultad. A la distancia, entre el ruido del agua, empezaron a oir el bramido de los lobos, que semejaba un trueno lejano. El viento traía el penetrante olor de los animales, que llega a veces a grandes distancias. Amarraron la goleta, cargaron los elementos y, siguiendo por la orilla, marcharon rapidamente para tener tiempo de terminar antes que volviera a subir la marea.
El mugido era cada vez más cercano. Seguían avanzando con precaución. Al rato avistaron una enorme manada como de mil cabezas, que destacaba su color pardo obscuro sobre las rocas negras. Sería una espléndida cacería. Marcharon agazapándose para evitar que los lobos notaran su presencia.
Cuando estuvieron cerca examinaron el terreno cuidadosamente. Después de demorar un rato en observaciones, los hombres se reunieron para combinar el plan de ataque. El ruido del agua y el silbido del viento en las aristas de las piedras los obligaban a hablar casi a los gritos. Había dos despeñaderos, por donde los lobos habían subido, separados por algunos peñascos a bastante distancia. Se dividieron en dos bandas para cubrirlos.
Un último trago de aguardiente y sin decir una palabra, dos de ellos cargaron los palos y se alejaron.
Cuando los que quedaron calcularon que los otros habían llegado a su destino, empezaron a avanzar hacia los lobos que se hacían oir ruidosamente, cubriendo una inmensa extensión de las rocas. A medida que se acercaban, levantando en alto sus cabezas, los animales los observaban con desconfianza. Los gruñidos se acentuaron en un momento de indecisión. Hasta que, por fin, comenzaron a lanzarse hacia el agua por los despeñaderos donde los cuatro hombres los esperaban cortándoles la retirada.
Estaba nublado, pero fácilmente podía notarse que aun no era mediodía. Hacía frío y las nubes, acumulándose en el Sur, amenazaban tormenta. A centenares de kilómetros de todo punto habitado, sobre unos peñascos abruptos perdidos en el océano en un extremo del mundo, sin testigos ni posible socorro, cuatro hombres, cuatro puntos en el salvaje paisaje de la Tierra del Fuego., iban a luchar con centenares de animales ariscos, embravecidos, que tratarían de ganar su elemento, atropellando ciega y brutalmente contra todo. La gran batalla comenzaba.
Fue un alucha furiosa, sangrienta, entre el gruñir de las bestias y el jadear de los hombres. Los loberos, sin mirarse, repartían golpes, sobre los animales que se apretujaban deslizándose hacia abajo, como un torrente, sobre la superficie lisa de las rocas musgosas. La sangre corría por las resquebrajaduras en hilos que se engrosaban hacia el mar, que rompía atrás entre penachos de espuma. Los golpes sonaban secamente sobre las cabezas erguidas y amenazantes. Apoyándose torpemente en sus aletas, los lobos se empujaban como una tropa de vacas perseguidas. Los hombres se destacaban entre ellos como islotes, tratando de contener la avalancha. Cuando algún lobo caía, los otros le pasaban por encima aplastándolo y, muchas veces, lo arrastraban hasta las rompientes.
En el despeñadero más cercano sonó un grito, un salvaje grito de angustia. El hombre que lo oyó comprendió sin darse vuelta. Siguió sus tarea mientras la manada continuaba pasando. Pero más libre ya el camino, los lobos pudieron avanzar con mayor rapidez. Hasta el último momento el hombre no pudo abandonar la lucha a riesgo de su propia vida.
Todo apenas había durado menos de un cuarto de hora. Sobre la negra superficie de las rocas quedaba un tendal de animales caídos, muchos de los cuales se agitaban en la agonía. Jadeante aún, el hombre observó a su alrededor sin dejar de echar una mirada a las rompientes que de cuando en cuando lo salpicaban. Luego, sin contar los cadáveres, marchó en busca de los compañeros que habían ido a cortar el paso en el despeñadero más lejano.
En seguida llegó. Había algunos animales muertos y , aunque al principio no vio a nadie, pronto descubrió a uno caído en una grieta inmóvil y cubierto de sangre. Se veía que la manada le había pasado por encima. Se acercó y comprobó que aún respiraba.
En busca del otro se encaminó hacia el lugar donde había dejado la goleta. Aceleró su marcha todo lo que le fue posible. Tampoco estaba allí. Vio, sin embargo, que la barca había roto las amarras y alcanzó a distinguirla más lejos, destrozada entre las rocas, dejando en descubierto solo una parte de la proa entre el balanceo del mar.
Volvió sobre sus pasos. Llegó otra vez al despeñadero donde quedaba el tendal de lobos muertos, que miró indiferente. Siguió su camino entre las piedras. Llamó. Gritó. Se acercó nuevamente al caído. Había cesado de respirar. Dejó caer su cabeza que hizo un ruido seco contra el suelo. Hincado aún junto al cadáver se quedó absorto con la mirada clavada en el horizonte. Comprendió que estaba solo.
Se puso de pie nuevamente y contempló los animales inánimes cuyos cueros representaban una fortuna. Después trepó trabajosamente a lo alto de un peñasco prominente.
Desde allí tendió la vista al círculo del horizonte que era su mundo. Al Norte, cubierto de nubes bajas y plomizas, aparecía el perfil espantable de la costa montañosa, que terminaba al Este en una punta acantilada, casi perdida entre la bruma. Al sur se extendía la inmensidad del mar, el salvaje mar tempestuoso que rodea el cabo de Hornos. En medio de la grandiosidad del paisaje sombrío el hombre se sintió impregnado de su soledad.
Se dejó caer exhausto sobre la roca húmeda.
Y se quedó mirando cómo, a cada embate de las olas, el océano iba avanzando, lenta pero continuamente, sobre la negra superficie de la roquería....
Fin
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Los buques suicidantes de Horacio Quiroga (Este es un curioso cuento del escritor Horacio Quiroga, nacido en la ciudad uruguaya de Salto en 1878. A los 23 años realizó su primer viaje por el mar, hasta Francia. Tras vivir un tiempo en París, regresó al Uruguay y en 1901 publicó "Los arrecifes de coral" . Vivió en Buenos Aires y luego en Misiones, a orillas del río Paraná....)
Los buques suicidantes - H. Quiroga
Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y a otro. Estos buques abandonados por a o por b navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos a cada minuto. Por ventura, las corrientes suelen enredarlos en los mares de zargaso. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de aguas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puesto siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios, que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares, entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiese sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni pánico, todo en perfecto orden. Y faltaban todos, ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?..
El capitán sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora?¿Águilas que se llevan a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
Felizmente, un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo y hablando poco.
-¡Ah! ¡Si nos contara señor! -suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras: "En los mares del Norte, como el María Magdalena del capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo -viajábamos también con velas-nos llevó casi a su lado. El singular aspecto de abandono, que no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.
Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.
Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya
Llegó el mediodía y pasó la siesta. A las cuatro la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. El los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en ello, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguido se olvidaron, volviendo a la apatía común.
Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos caminando y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban al hombre.
-¿Qué hora es?
-Las cinco -respondí. El viejo marinero que me había hecho la pregunta me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído.Al fin se tiró al agua.
Los tres que quedaron se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda silbandodespacio con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último (se levantó, se compuso la ropa) apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún y se tiró al agua.
Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo morboso que flotaba en el buque.Cuando uno se tiraba al agua los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Eso es todo".
Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre que noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Poco después, el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de reojo.
-¡Farsante! -murmuró
-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir en su tierra-. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso y se hubiera tirado también al agua.
Fin
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Vuelo Nocturno de Antoine de Saint-Exupery (Narración de Antoine de Saint-Exupery, aviador francés, que fué un pionero de la navegación aerea nocturna. Trabajó aquí en la Argentina al servicio del correo. En este relato exquisito, las similitudes con la vida de un marino se advierten en cada párrafo. El autor también escribió “El Principito", "Piloto de Guerra" y "Ciudadela").
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La Batalla de Lobodón Garra (Escritor nacido a principios del siglo XX que recorrió la Patagonia hasta Tierra del Fuego visitando también las islas Malvinas, Georgias del Sur y Orcadas).
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Los buques suicidantes de Horacio Quiroga (Este es un curioso cuento del escritor Horacio Quiroga, nacido en la ciudad uruguaya de Salto en 1878. A los 23 años realizó su primer viaje por el mar, hasta Francia. Tras vivir un tiempo en París, regresó al Uruguay y en 1901 publicó "Los arrecifes de coral" . Vivió en Buenos Aires y luego en Misiones, a orillas del río Paraná....)